La libertad, si es ilimitada,
se anula a sí misma. La libertad ilimitada significa que un individuo vigoroso
es libre de asaltar a otro débil y de privarlo de su libertad. Es precisamente
por esta razón que exigimos que el estado limite la libertad hasta cierto
punto, de modo que la libertad de todos esté protegida por la ley. Nadie
quedará, así, a merced de otros, sino que todos tendrán derecho a ser
protegidos por el estado.
A mi juicio, estas
consideraciones, destinadas originalmente a aplicarse a la esfera de la fuerza
bruta o de la intimidación física, deben aplicarse también a la económica. Aun cuando el estado proteja a sus ciudadanos
de ser atropellados por la violencia física (como ocurre, en principio, bajo el
capitalismo sin trabas), puede burlar nuestros fines al no lograr protegerlos
del empleo injusto del poderío económico. En un estado tal, los ciudadanos
económicamente fuertes son libres todavía para atropellar a los económicamente
débiles y de robarles su libertad. En estas circunstancias, la libertad
económica ilimitada puede resultar tan injusta como la libertad física
ilimitada, pudiendo llegar a ser el poderío económico casi tan peligroso como
la violencia física, pues aquellos que poseen un excedente de alimentos pueden
obligar a aquellos que se mueren de hambre a aceptar “libremente” la
servidumbre, sin necesidad de usar la violencia. Y suponiendo que el estado
limite sus actividades a la supresión de la violencia (y a la protección de la
propiedad) seguirá siendo posible que una minoría económicamente fuerte explote
a la mayoría de los económicamente débiles.
Si este análisis es aceptado entonces
la naturaleza del remedio salta a la vista. Deberá ser un remedio político,
semejante al que usamos contra la violencia física. Y consistirá en crear
instituciones sociales, impuestas por el poder del estado, para proteger a los
económicamente débiles de los económicamente fuertes. El estado deberá vigilar,
pues, que nadie se vea forzado a celebrar un contrato desfavorable por miedo al hambre o
a la ruina económica.
Claro está que eso significa
que el principio de la no intervención, del sistema económico sin trabas, debe
ser abandonado; si queremos la libertad de ser salvaguardados, entonces
deberemos exigir que la política de la libertad económica ilimitada sea sustituida
por la intervención económica reguladora del estado.
Quisiera añadir ahora que la
intervención económica, aun mediante los métodos graduales, tiende a acrecentar
el poder del estado. Se desprende, pues, que el intervencionismo es en extremo
peligroso. Esto no constituye, sin embargo, un argumento decisivo en su contra,
pues el poder del estado, pese a su peligrosidad sigue siendo un mal necesario.
Pero debe servir como advertencia de que si descuidamos por un momento nuestra
vigilancia y no fortalecemos nuestras instituciones democráticas, dándole, en
cambio cada vez más poder al estado mediante la “planificación”
intervencionista, podrá sucedernos que perdamos nuestra libertad. Y si se
pierde la libertad, se pierde todo, incluyendo la “planificación”. En efecto
¿por qué habrán de llevarse a cabo los planes para el bienestar del pueblo si
el pueblo carece de facultades para hacerlos cumplir? La seguridad sólo puede
estar segura bajo el imperio de la libertad.
Se observa, así, que no sólo existe
una paradoja de la libertad, sino también una paradoja de la planificación
estatal. Si planificamos demasiado, si le damos demasiado poder al estado,
entonces perderemos nuestra libertad y ése será el fin de nuestra
planificación.
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