domingo, 7 de julio de 2013

Dos artículos que pueden ser útiles para conocer los antecedentes de nuestra forma de hacer política. “Caciquismo” de Manuel García Pelayo y “ La Política” de Eligio Ayala.


Introducción

Estos dos artículos pueden ser de utilidad como perspectivas para entender los antecedentes de  nuestra forma de hacer política. El primero es un artículo publicado por  Manuel García Pelayo y analiza la forma de hacer política en España, entre los siglos XIX y XX, la misma denominación “Caciquismo” nos lleva a pensar que es resultado o producto de influencias en la interacción con sus colonias Americanas, entre ellas la del Paraguay. El otro artículo1 es una elaboración del gran Eligio Ayala, producto de sus estudios en Berna y principalmente de su preocupación por el progreso del Paraguay, en el cual hace una comparación de nuestra forma de hacer política con otras formas y resalta los vicios que deben ser superados para sanear nuestra forma de hacer política.

1. Capítulo VIII, Migraciones Paraguayas, 1915, Eligio Ayala.


Juan Carlos Duré Bañuelos

CACIQUISMO*

En la historia política española del siglo XIX y comienzos del XX el cacique es un hombre que ejerce un poder político extralegal (aunque no necesariamente ilegal), es decir, una persona cuyo poder de hecho no es consecuencia ni está sancionado por un doble influjo sobre fracciones del cuerpo electoral y sobre los órganos de la Administración pública. Ambos términos eran correlativos, de modo que se disponía de votos en virtud de los “favores” que su “influencia” podía conseguir de la Administración, y se influía sobre la Administración según el número de votos de que se dispusiera.

La importancia del caciquismo en la estructura política española era enorme tanto cuantitativa como cualitativamente. Con ocasión de una información abierta por el Ateneo de Madrid sobre el tema Oligarquía y caciquismo como forma actual de gobierno de España (1903), dice don Valeriano Perier: “El caciquismo es una fuerza positiva; es una organización completa, que abarca toda la nación y se extiende desde la metrópoli, donde tiene su cabeza, hasta el último lugar, hasta la más pequeña aldea”. Doña Emilia Pardo Bazán afirma que “nos gobierna una oligarquía de unos mil o dos mil personajes y personajillos ramificado su poder y extendido como una vasta telaraña para captar toda influencia, fuerza o energía independiente y asimilársela o, a no conseguirlo, paralizar su acción y anularla definitivamente”. “La oligarquía – dice don Antonio Maura – ejerce de veras toda la soberanía existente en España…; debajo de la mentida armazón constitucional, lo que de veras existe es un cacicato editor de la Gaceta y distribuidor del Presupuesto”, y añade: “Si se operase el milagro del instantáneo aniquilamiento, digamos de una volatilización, de la oligarquía de caciques, desde el encumbrado gobernante hasta el amo de la más ignorada aldea, hallaríase España en la anarquía”.

Establecida la importancia del fenómeno tratemos ahora de conocer sus supuestos. Hemos visto que se trata de un puro poder social, ya que no está sancionado jurídicamente. Por tanto, es claro que habría de fundarse sobre las notas subjetivas y objetivas que dan nacimiento a dicho tipo de poder. Las primeras son hasta cierto punto las generales a todo influjo personal, como, por ejemplo, simpatía, riqueza, familia, conocimiento de hombres, astucia, carácter servicial, etc.; en cambio, las segundas reposan sobre situaciones muy concretas de la España del siglo XIX y  comienzos del XX.
  1. En primer lugar, y por tratarse de un poder personal extendido con diversos sujetos sobre la totalidad del territorio español, su existencia reposa sobre la escasa socialización del hombre español y la sustitución de aquélla por un complejo de relaciones interindividuales, capaz de neutralizar todo intento amplio de afirmación de entidades objetivas y abstractas e incluso de formar un verdadero Estado. En una palabra, la existencia del cacique se basa en último término en el primitivismo de la sociedad española, repitiéndose aquí las formas de poder personal y concreto que caracterizan a tales sociedades.
  2. De un modo más próximo, era la resultante de la validez formal del régimen parlamentario – en el amplio sentido del vocablo – y de la carencia de las condiciones objetivas para la vigencia real de dicho régimen. El escaso desarrollo económico de España impidió la formación de una clase media ciudadana y, por consiguiente, de uno de los supuestos fundamentales del régimen parlamentario: los partidos políticos. En verdad que nominalmente existían tales partidos, pero carecían de base, de amplitud nacional y de todas las objetivaciones que son características de la existencia real de estos grupos. De este modo, los mismos partidos se reducían a una serie de relaciones interpersonales, definiéndose las gentes como “amigos políticos de don Fulano de Tal”; en resumen, que los mismos partidos venían a ser una especie de confederación de caciques. En estas condiciones era imposible el ejercicio libre y consciente del sufragio, y la consecuencia fue, por una parte, el recurso al pronunciamiento militar, y, por otra, votar no en función de las notas objetivas de un programa, sino en función de las personas a quienes, en virtud de la carencia de partidos, había ido a parar el poder político.
  3. El cacique vino, pues, a ser una especie de clase directora surgida de las entrañas de la sociedad española y con todas las notas de primitivismo, fulanismo y desprecio de la legalidad que caracterizan a tal sociedad. Si bien hay que operar con cautela ante las negras tintas con que se solía pintar a los caciques, necesario es reconocer que como clase dirigente dejaba mucho que desear. Por consiguiente, se plantea la cuestión de por qué razón fue a parar a sus manos esa función directora. La respuesta es clara: porque no había otra clase en condiciones de hacerlo. Con el hundimiento del poder social de la nobleza española, especialmente de su cuerpo de hidalgos, debido capitalmente a su propia naturaleza y formalmente a la instauración del régimen liberal, faltó en España una gentry al estilo inglés, mientras que la miseria de su desarrollo económico no dio lugar a la formación de una bourgeoisie. Quedaba todavía el clero, pero su poder social en las zonas rurales fue fuertemente quebrantado con la desamortización, la cual dio nacimiento simultáneamente aun conjunto de propietarios grandes y medios. Y fue precisamente entre estos propietarios donde se reclutó capitalmente la clase de caciques. Así pues, el cacique es la clase directora que corresponde a un país predominantemente campesino, en el que se han quebrantado los supuestos directivos tradicionales y en el que, por consiguiente, la base del poder social está constituida por la preeminencia económica agraria y la influencia sobre la Administración.
  4. Y con esto penetramos en otro de los supuestos, a saber, la docilidad de la Administración ante presiones de orden personal, docilidad derivada de la escasa socialización de la vida del español a que antes hemos hecho alusión y a la lentitud con que se abre paso la impersonalización y objetivación del Estado, es decir, de la idea misma del Estado. De este modo, el sentimiento de todo lo social como un conjunto de relaciones interindividuales traspasa la vida entera de la Administración. El funcionario no siente el cargo como una función impersonal articulada en un orden racional, en un cosmos de reglas abstractas; tampoco siente la personalidad institucional de la Administración, sino que concibe su cargo como una especie de prolongación de su personalidad individual y concreta. Y como, por otra parte, lo fundamental para él son las relaciones interpersonales, la consecuencia es la cesión ante las amistades e influjos de índole personal. A esta disposición de ánimo habría que añadir la dependencia en que los funcionarios se encontraban del poder político, dependencia que pervivió incluso después del proceso de racionalización formal de la Administración española.
  5. Como fecha del nacimiento del caciquismo puede considerarse la de los últimos años del primer tercio del siglo XIX, en la que tienen lugar dos hechos fundamentales como consecuencia de la desamortización: a) el nacimiento de un nuevo poder social encarnado en los compradores de bienes nacionales, y b) el definitivo asentamiento del constitucionalismo, a partir de la Constitución de 1837, puesto que los nuevos propietarios tenían un decisivo interés en que no volviera el absolutismo, ya que a las penas ultraterrenas (fueron excomulgados) se añadiría la pérdida de los bienes terrenos. La estructura caciquil pervive durante todo el siglo XIX y comienzos del XX, en medio de factores limitadores e impulsores. Entre los primeros cabe contar la racionalización de la Administración española, creando funcionarios de carrera y dotándoles de un estatuto que les garantizaba, más o menos, frente a la arbitrariedad política, las protestas de instituciones, grupos y personas que gozaban de auctoritas en el país, la formación de una “opinión pública”, relativamente extensa, y, en general, de partidos y de grupos destinados a renovar la vida política de España. Entre los segundos cabe contar como muy importante el establecimiento del sufragio universal que incorpora a la política a masas iletradas, sin conocimiento de sus propios intereses y sin capacidad económica y, por tanto, muy vulnerables a cualquier presión.
  6. Así pues, no frente, pero sí junto a la organización del Estado, existía una ordenación caciquil que se adaptaba normalmente a las divisiones administrativas del territorio español. Como hemos dicho, los partidos no eran otra cosa que una confederación de caciques, pero, a su vez, el grupo gubernamental era una especie de “combinación” de grupos caciquiles. La estructura normal era la siguiente: los caciques nacionales (u oligarcas, como se les llama en la citada Memoria de Ateneo) residían en Madrid, aunque normalmente conservaban estrecha y directa vinculación con un distrito electoral; eran jefes de partido, ministros o jefes de Gobierno, según la fortaleza de sus séquito y las oportunidades políticas; a continuación estaban los caciques provinciales que, según su fuerza, influían sobre la Administración central y dominaban parcial o totalmente, exclusiva o concurrentemente, la Administración de su provincia; generalmente estaban auxiliados por una especie de plana mayor o, al menos, por un espolique o “ministro universal” que se ocupaba de los asuntos rutinarios o desagradables; seguían los caciques de los pueblos y villorios, entre los que eran frecuentes los secretarios de Ayuntamiento, y, finalmente, el séquito de estos caciques rurales.

La unidad entre la ordenación caciquil y la organización estatal se verificaba capitalmente a través de las siguientes vías: a) como hemos dicho, el cacique nacional era ministro o ministrable; b) frecuentemente, aunque no siempre, el cacique provincial era diputado o senador; c) el gobernador civil cooperaba con el cacique o caciques gubernamentales en la preparación y ejecución de las elecciones, poniendo frecuentemente a disposición de éstos los instrumentos coercitivos de que disponía, en virtud de su investidura pública; d) a veces, se simultaneaba un cargo público con el ejercicio del caciquismo.

Sintetizando los rasgos de esta notable manifestación del homo politicus, observaremos: a) en primer lugar, el cacique ama el poder por el poder, es decir, no por la justicia, pero tampoco por las manifestaciones externas o granjerías de aquél. La vanidad de la pompa externa del poder es extraña al tipo ideal de cacique: a veces, no tenía investidura pública alguna, no era ni siquiera alcalde, pues lo importante para él consistía en que los concejales, alcaldes, senadores y diputados fueran hechura suya; raramente hacía dinero con la política, sino que más bien le costaba, y de aquí que una cierta fortuna fuera supuesto normal para el ejercicio del cacicato; capaz de presionar a la Administración a las mayores injusticias por servir a su séquito, no pedía más allá de lo normal para su propia familia; b) el cacique estaba dotado de un saber político empírico, que se manifestaba, entre otras cosas, en la posesión de técnicas para desvirtuar o falsear el sufragio, en la habilidad para el trato de gentes, en el chalaneo con los contrincantes, el séquito y los caciques nacionales, en saber respetar al adversario y conocer el paso que no se puede dar, etc.; c) existía una especie de relación de lealtad entre el cacique y su séquito, pues sólo sobre la base de la seguridad y permanencia de los servicios mutuos podía contar el uno con el otro, pero, en todo caso, el cacique dependía más del séquito que éste de aquél y, por consiguiente, mientras que el cacique podía ser orgulloso con los iguales o superiores en condición social, era, normalmente, de una gran afabilidad e incluso capaz de adulación y bajeza ante cualquier campesino que dispusiera de unos votos.

*Publicado en Diccionario de Historia de España, Revista de Occidente, Madrid, 1952, pp. 491-494, Manuel García Pelayo.

LA POLÍTICA*
Las actividades sociales parece estuvieran sometidas al mismo principio de limitación, transmutación y conservación de la energía. Cuando una de ellas predomina en una época, las otras parecen languidecer. Cuando el progreso económico triunfa, y las ventajas materiales son el objeto principal de la actividad social, el progreso espiritual desmaya, se detiene o retrocede.

En todos los países, en determinadas épocas de su historia, ha habido una actividad social triunfante, mientras las otras adormecen.

En ciertas épocas predominó la actividad comercial, en otras prevalecieron las luchas religiosas.

Hubo épocas caracterizadas por la actividad guerrera, otras por la industrial.

Y es natural que así suceda. En la sociedad prevalece en ciertas épocas un ideal, un concepto determinado de la vida, un propósito, un fin hacia el cual convergen las actividades sociales.

El gobierno de la sociedad, la voluntad social elimina los actos que contrarían la realización del fin prevaleciente, y favorece a los que cooperan en su realización. Así se produce una adaptación al fin concebido y aceptado. Este fin determina una específica selección social.

Si la ambición, el propósito, la preocupación prevaleciente en una sociedad es la militar, la formación de organismos vigorosos y sanos, aptos para resistir las fatigas de la guerra, se eliminan los organismos débiles, y se prescinden de las otras actividades sociales que no concurren a satisfacer los fines inmediatos de la guerra. Así fue en la antigua Esparta.

En una sociedad cuyo ideal activo es el cristianismo, de amor recíproco, de compasión, de caridad, del desinterés personal, como en la Edad Media, los esfuerzos tienden a aniquilar a los individuos audaces, crueles, despiadados, egoístas.

En la época del Renacimiento la actividad social fue impulsada por otros estímulos, tales como el entusiasmo por el arte, la ambición de gloria guerrera, la avidez de conocimientos, el ansia de una vida personal plena, robusta, libre.

Triunfaron entonces los grandes artistas, los hombres intrépidos, valientes, atrevidos, las voluntades vigorosas, altivas, independientes. Los tímidos, débiles, irresolutos, los monjes y santos fueron desplazados, relegados a la retaguardia de la evolución social.

En la época de la gran expansión capitalista el apetito de la ganancia era el primer motor de la concurrencia. El éxito económico se convirtió en la medida de todos los valores. Predominaron las cualidades capaces de asegurarlo: la audacia, la mala fe, la crueldad, todas las depravaciones del egoísmo. Los sentimientos de justicia, de bondad, la preocupación desinteresada de la verdad, de la sana ambición de vivir bien, una vida amplia, completa, se atrofiaron.

El ansia de obtener el provecho pervirtió el trabajo. La transformó de energía sana, exteriorización de la fortaleza, cuyo fin es el bienestar, la felicidad, en una actividad espasmódica de la fiebre, de la pasión, que aniquilan moral y físicamente.
Después de la revolución económica inglesa, a mediados del siglo XVIII, el espíritu de empresa, el incentivo de la ganancia, enseñorearon todas las iniciativas, toda la voluntad social.

Los talentos de todas las clases sociales, caracterizados por su aptitud para la especulación, para organizar y dirigir las empresas económicas, constituyeron una nueva aristocracia, la aristocracia de los empresarios.

La pasión de la utilidad, de la ganancia los dominaba. Aborrecían el sentimiento y el verbalismo ampuloso y hueco. De ellos dijo Burke : “El libro mayor es su biblia, la bolsa su iglesia, el dinero su dios”.

El maquinismo industrial, la máquina más poderosa del comercio, de la falsificación, deformaron todos los sentimientos e ideas; todo se industrializó, mecanizó: the whole is birminghanized 1, escribió Emerson, al juzgar aquella época.

El Paraguay está en la era política. La tradición de nuestro país es puramente política. Nous sommes un pays de gouvernement 2, al decir de Maurice Barrés.

Nuestro dios nacional es la pasión por la utilidad política. En el Paraguay no existe la preocupación religiosa, ni la industrial, ni la agrícola, ni la guerrera; en el Paraguay se hace política y nada más que política. El Poder Ejecutivo es el poder efectivo del Estado en el Paraguay, como el Ministerio en Inglaterra. El mueve toda la máquina de la administración, disminuye los puestos públicos, reparte sueldos, es la energía dinámica en la mecánica administrativa. Todos los demás poderes constitucionales, el Parlamento, el Poder Judicial, son rodajes secundarios. El poder Ejecutivo pliega el ejército a su propia dirección, a sus propios intereses, si el ejército no se ha convertido en el Poder Ejecutivo.

Los que ejercen el Poder Ejecutivo, luchan por conservarlo; los que están fuera de él, luchan por adquirirlo. Un grupo usufructúa el Poder, otros se esfuerzan por adquirir el usufructo. Estas dos actividades antagónicas constituyen la política.

La actividad política comprende casi toda la actividad social, y divide la sociedad en dos grandes grupos o partidos. El uno que ejercita el Poder y excluye al otro de su ejercicio; el otro, que se esfuerza por adquirir el Poder, y estorba al que lo ejercita; una mayoría y una minoría, un grupo más fuerte y otro débil. No existe jamás en cada grupo la cohesión necesaria para mantener su unidad. Pero las dos únicas direcciones de todas las actividades políticas dispersas indisciplinadas, las dos únicas aspiraciones directoras de los partidos, son adquirir el Poder Ejecutivo y conservar el Poder Ejecutivo.

Para la consecución de estos fines la actividad individual es demasiado débil. Por este motivo se constituyen las asociaciones, sindicatos, o regimientos llamados partidos políticos, para adquirir o conservar el Poder Ejecutivo.

Los partidos pues, son la manifestación concreta de esas dos tendencias de la vida social en el Paraguay.

La política paraguaya, y sus funestos efectos sociales han excitado el interés y el estudio de autorizados escritores en el Paraguay y en el extranjero. Unos arguyen que nuestros vicios políticos emanan de nuestra innata incapacidad para estimar condiciones esenciales del orden y la libertad.

Otros piensan que ellos derivan del error político inicial de haber adoptado una constitución política inadecuada a nuestro estado de cultura política.

El Paraguay es incapaz de gobernarse, afirman los pocos que se han ocupado de la vida política de nuestro país, como si el Paraguay hubiese abdicado alguna vez la voluntad de gobernarse y como si hubiese recusado a su propio gobierno una sola vez. El Paraguay ha pugnado siempre pro gobernarse libremente, se ha rebelado decidida y altivamente contra toda intervención extranjera.

Ama su independencia política y se ha sacrificado pro ella como ningún otro pueblo civilizado del mundo. Nunca ha consentido en ser un protectorado de nadie. Las convulsiones internas, las revoluciones todas acusan la exigencia de gobernarse, la capacidad innegable para gobernarse a sí mismo.

Incapaces de gobernarse son los pueblos sin deseos, sin sueños, sin ideales, sumidos en la indiferencia triste y vacía, en el marasmo del espíritu, inmovilizados en el pasado y las tradiciones muertas.

Incapaces de gobernarse son los pueblos que carecen de voluntad, los pueblos sumisos, pasivos, inertes, los que viven remolcados por otros, los que asienten en soportar una dirección política extraña y postiza.

El Paraguay no es una colonia africana. El Paraguay se ha gobernado siempre y se gobierna. Y este hecho es una prueba indiscutible, irrefutable de que es capaz de gobernarse. Afirmar lo contrario es negar los hechos, no es juzgarlos. Cabe decir del Paraguay que no se gobierna bien, en caso extremo, que es incapaz de gobernarse bien;  pero no que es incapaz de gobernarse.

Hemos adoptado una Constitución política, un ideal avanzado de gobierno. Nuestra vida política práctica no compadece todavía íntegramente con nuestro ideal político. No nos gobernamos bien, si juzgamos nuestra actividad gubernativa con la unidad de medida de nuestra Constitución política.

Pero hay gran diferencia, y gran distancia entre la incapacidad de gobernarse y el hecho de no haber realizado todavía nuestro propio ideal político. Este defecto se advierte en los países de más avanzada cultura política. En todos ellos existe una discrepancia muy patente entre gobierno que es y el que debiera ser, conforme al ideal de sus instituciones políticas.

El concepto de “buen gobierno” y de “mal gobierno” es subjetivo, personal, variable. El varía en cada individuo, en cada estado social, en cada época. Buen gobierno para unos puede ser mal gobierno para otros. El gobierno que ha sido el mejor en su época, es el peor en la otra.

El hecho de gobernarse por el contrario es concreto, actual, objetivo. El hecho de gobierno se constata, la calidad del mismo se juzga. Y se juzga del mérito o demérito del gobierno conforme a un criterio subjetivo. No hay que confundir berzas con capachos.

Todos los críticos de nuestras instituciones convienen en que el vicio radical, fundamental, primario de nuestra política, es el afán de adquirir y conservar el poder.

El defecto de los partidos políticos, se ha dicho, es que tengan por fin el ataque y la defensa del poder.

Y a este efecto se ha atribuido numerosas y funestas consecuencias, casi todos nuestros males sociales.

Se cree que de ese exclusivismo emanan las revoluciones, la anarquía, la indisciplina de los partidos, la pasión exclusiva por la política; que él atiza el fanatismo, la intolerancia, y aviva el rencor de las pasiones. Ese exclusivismo en efecto, excluye la transacción, los términos medios. Un partido está en el Poder o fuera de él; tiene el Poder o carece de él. La alternativa es invencible. Este juicio tan en boga en el Paraguay, es erróneo en mi concepto, es un falso punto de vista que no acierta la verdad.

Se tacha en los partidos políticos paraguayos el único atributo propio de todo partido, su única cualidad natural, normal, legítima.

Todo partido político en toda sociedad tiene la tendencia a adquirir y conservar el Poder.

Un grupo de personas animadas por la convicción común respecto de determinados fines del Estado, que pretenda realizar esos fines, constituye un partido.

Para realizar esos fines se requiere poder y el órgano más robusto del poder social es el gobierno. Por esta razón se advierte en todos los partidos el esfuerzo por adquirir el Poder y conservarlo para satisfacer sus intereses.

Todos los intereses humanos tienen la necesaria tendencia psicológica a dominar y conservarse. Y tanto para dominar como para conservarse, se requiere poder. Las luchas sociales son manifestaciones de antagonismos entre poderes, fuerzas sociales. En todo grupo social permanente, escribió G. Jellineck, existe la tendencia a adquirir el poder y conservarlo. La vida política entre el grupo social que ejercita el Poder del Estado y los grupos que pretenden adquirirlo.

En Inglaterra, por ejemplo, el país de más avanzada cultura política, la lucha de los partidos ha sido siempre una lucha por la posesión del Ministerio, el poder efectivo del Estado. Tories y Whigs eran como dos facciones de la aristocracia, oligárquicas, que disputaban el poder político para satisfacer sus intereses. El partido de los Tories representaba la tendencia conservadora; en la práctica no defendían más que los intereses agrarios, las elevadas rentas, y la acumulación de la propiedad inmueble. Los Whigs representaban la tendencia liberal y favorecían los intereses industriales, el libre cambio, la libre concurrencia.

El partido dominante, constituía una verdadera oligarquía, una dominación de clase, “The minority has oliny one right”3, dijo Cobden, “viz, to use every effort to become in ists turn majority”4.

Tories y Whigs, sin embargo, trataban de captarse la simpatía popular y procuraban satisfacer las exigencias del pueblo, por concesiones, y reformas. Por esta razón la regimentación de clase no llegó a estorbar la evolución política y económica del país.

Después de las modernas reformas electorales, desde 1868, los partidos ingleses han perdido su carácter de facciones de la nobleza, son más democráticos y populares. Pero subsiste en todos la misma permanente preocupación de adquirir o conservar el poder político. “Politically speaking”, ha dicho Lord Rosebery, el primer orador y el más eminente parlamentario actualmente en Inglaterra, “we begin and end with party. – We are all striving to put ourselves or our leaders into office sor to expell other people from them…”5.

Esta misma tendencia existe en todos los partidos actualmente, en todas partes. Son diferentes tal vez los métodos de sus luchas, de sus propagandas, pero todos se esfuerzan por adquirir y conservar el poder.

Y no solamente los partidos políticos luchan por adquirir el poder, sino también los partidos económicos, los que se proponen la realización de reformas meramente sociales, los partidos socialistas y hasta ciertos partidos religiosos.

Baste citar sólo un ejemplo, Lassalle, el más genial de cuantos agitadores y organizadores de partidos han existido jamás, formó 2 años, d 1862 a 1864, el partido socialista alemán, el más grande y el mejor organizado de los partidos socialistas de Europa. Lassalle adhirió a la teoría del salario de Ricardo, defendió la ley de bronce. A su juicio, esa ley no podrá ser derogada, mientras la clase obrera esté privada de los instrumentos de producción, mientras las funciones de capitalistas y de obreros estén desvinculadas. Los capitalistas impondrán siempre, mientras estén en posesión exclusiva de esos medios.

La reforma económica sugerida y defendida por él, consiste en formar cooperativas de producción para restituir a la clase obrera los instrumentos de producción.

El capital necesario para constituir las cooperativas de producción había de aportar el Estado. Se proponía pues, realizar su reforma por medio del Estado. El Estado actual, dijo, no consentirá la organización de las cooperativas de producción, porque no es concebible que esa clase obre contra sus propios intereses. La clase capitalista no dará capital a las asociaciones obreras destinadas a arrancarle la posesión del capital, los medios de producción, sus privilegios, los instrumentos de su usurpación y dominación. Luego es preciso que la clase obrera tenga el poder del Estado, es preciso que se organice y adquiera el poder. Sólo así podrá obtener del Estado el capital necesario para las cooperativas de producción, sólo con ese medio podrá romper la influencia política de la clase capitalista.

El gran partido fundado por Lassalle pues, a pesar de ser exclusivamente socialista, tuvo por objeto adquirir el poder político como medio para realizar sus fines.

Los “Trade Unions”6 en Inglaterra, que no son socialistas, han considerado, también el poder del Estado, el legislativo, como el medio más eficaz para realizar las reformas que creen necesarias. 

Sólo en cortos períodos de su historia, algunas facciones de los mismos han creído innecesaria la cooperación del poder del Estado. Así el “Owenism”, de 1833 a 1834, “despised political actiions”7.

Todos los partidos pues, políticos y no políticos en los países más 
civilizados y cultos pretenden adquirir y conservar el poder.

Nuestros partidos acusan la misma tendencia de todo partido político en todo país culto.

Esta tendencia no es patológica deformación de nuestros partidos: ella es normal, natural, lógica derivación de la naturaleza misma de un partido político.

Si nuestros partidos carecieran de ella, no serían partidos reales, vivos, activos, no existirían.

Los elementos esenciales de todo Estado son: el territorio, la población y el poder político. El órgano del poder político es el gobierno, concretamente, el Poder Ejecutivo en el Paraguay.

Y al fin y al cabo para algo está ahí el Poder Ejecutivo, alguien debe ejercitarlo, un grupo de hombres, los representantes de un partido. ¿A dónde pues, está la úlcera política?

Hay en Paraguay un arraigado e insensato prejuicio hereditario que inficiona nuestra política, nuestros partidos, nuestras luchas republicanas.

Los puestos públicos, la Presidencia de la República, los ministerios, los cargos de senador y diputado, son considerados como títulos de la consideración pública, de prestigio, de distinción social.

El prestigio intelectual, el militar, el de la riqueza, no existe; no hay privilegios de nacimiento, ni de nobleza. La única aristocracia paraguaya, es la aristocracia de los altos funcionarios públicos. Un elevado cargo público ejerce una fascinación misteriosa en la opinión pública; sugestiona, atrae, excita la admiración, la envidia, cierta muda idolatría.

El comerciante que con un brillante talento para los negocios y con su trabajo perseverante e inteligente ha hecho fortuna, el poeta que ha escrito inspirados versos, el catedrático de la Universidad que diserta y escribe con sagaz penetración, el probo y recto, el militar, el periodista, todos bien en triste oscuridad, ignorados, desdeñados, si no ocupan un elevado puesto político, si no son diputados, senadores o ministros.

Por el contrario, cualquier mentecatillo gozará de todas las reputaciones, de la de economista, financista, jurisconsulto, poeta y estratega y geómetra, desde que le caiga en suerte un puesto político.

El más torpe de los estudiantes injertado en un Ministerio por la gracia de un motín cuartelero, eclipsa a su maestro, su protector, su amigo. Y ese capricho de la suerte bastará para que el amigo, el protector y el maestro, se humille ante él, procure interpretar sus gestos, para satisfacer sus deseos, para prodigarle las más serviles adulaciones.

El modesto sargento que divierte a la población de los suburbios de la ciudad con su cómico baile santa-fe, no atraerá la mirada de nadie, no será admitido en la “sociedad”. Pero si por la virtud de un complot afortunado de la noche, amanece investido del cargo de ministro, recibirá en el acto el homenaje de estudiantes y profesores, de comerciantes e industriales, de intelectuales y banqueros, y las familias le abrirán sus puertas y sus brazos, la “sociedad” el canonizará en el acto.

Si se pesquisa las aspiraciones que juguetean en el ama de un joven estudiante, de buena familia, rico, independiente, las esperanzas que acarician su riente juventud, se encuentra siempre ahí la silueta de un diputado, de un senador, o de un ministro.

El profesional, el abogado, el médico, el comerciante, envejecidos en sus labores, enriquecidos honradamente, que gozan de subidas rentas, que no necesitan nada de nadie, creen encontrarse en situación desairada si no ocupan un puesto político. Viven arrepentidos, avergonzados, como abatidos por una nostalgia y devorados por un remordimiento.

El oposicionista, es decir, el que carece de un alto puesto público, protesta furioso, contra los actos de los gobernantes, se estremece de indignación ante los males que se hace a su patria, ante los concusionarios, enemigos de la equidad, de la virtud, de la Constitución. Su gesto airado, su mirada furiosa, huraña, sus cabellos erizados, su frente sudorosa, todas sus actitudes denuncian la rebeldía contra la “injusticia”. Pero se le ofrece un puesto público y en seguida se opera en él una transformación prodigiosa. Su pasión que tormenteaba hace un momento, se calma, sus gestos contraídos se desatan, su fisionomía presenta el aire contento, sereno, su mirada es viva, alegre, sus nervios se suavizan, se enternece y sonríe. Le ha besado el sol, ha aprisionado la fortuna, ha llegado a la cumbre y va a descansar al fin. El mejor gobierno es el que le da colocación. Al fin descubre esta verdad.

Los únicos distinguidos, sabios, patriotas, son los que tienen buenos puestos públicos; los que carecen de ellos, son gañanes, ignorantes, insignificantes y no merecen ni reciben homenaje de la “sociedad”.

Para ser diputado, o ministro no se requiere preparación: el puesto hace todo. El hombre inteligente, el reformador de talento, el salvador, a quien todos idolatraban en su pupitre ministerial, pierde todas sus buenas cualidades con la pérdida del puesto. El hombre es el mismo; pero no se le conoce más, ha muerto en vida, desde que no es ministro. El velo del prestigio ha caído; el sainete ha terminado. Y la opinión se vuelve al revés: principia a estimar a quien había despreciado y a despreciar a quien había  estimado.

De este ridículo prejuicio ha derivado la preocupación de vivir de sueldos. Los puestos públicos son considerados no solamente como título de distinción social, sino como fuente de recursos.

El prestigio social del puesto presta a la percepción del sueldo que le corresponde un sabor particular.

Todos, hasta los hombres que gozan de grandes fortunas, lo perciben con deleite inefable, con un contento indefinible, infinito.

El doble y el triple que podrían ganar como comerciantes, industriales, abogados, médicos, ingenieros, no les satisfarían, no les produciría la misma fruición obtener que la tercera parte como diputado, senador o ministro, intendente municipal o ataché de una legación, les sería mil veces más dulce y delicioso. Personas decentes y ricas, no tienen escrúpulos en ser postulantes miserables de cargos de que son indignos, que son incapaces de desempeñar. Pierden en hacerse insoportables en bajas adulaciones el tiempo que podrían emplear en dignificarse, en elevarse, en todo caso, en quedarse en casa y vivir bien. En vez de reírse de los demás, hacen que los otros se rían de ellos. Y todo voluntariamente y sin necesidad, por obedecer a un ridículo prejuicio de la opinión, a una quimera, a una vanidad tonta.

Los puestos públicos son considerados como un fin a causa de este prejuicio. Los puestos públicos son el soñado ideal de todos, el título ansiado para distinguirse, para divertirse y para ganar plata; ellos sintetizan las más optimistas aspiraciones y constituyen la meta suprema de todos los esfuerzos. Nadie aspira en el Paraguay a ser médico distinguido, abogado descollante, pedagogo, oficial, comerciante.

Las profesiones, los títulos académicos, hasta la riqueza no son el término de la ambición de nadie, sino algo así como las arteriolas por donde se llega a los elevados puestos públicos. No se piensa en lo que es bueno, verdadero y útil, sino en perfeccionarse en los servilismos que conducen a las elevadas posiciones en el presupuesto.

El fin de la política, de los partidos, de las luchas electorales, es llegar a ellos. El Poder Ejecutivo es el poder distribuidor de los puestos públicos, él asegura su obtención y conservación. Y por esa razón ese poder es el fin de la actividad política. Los partidos políticos pues, luchan en el Paraguay por adquirir y conservar el poder del Estado, el motor efectivo de ese poder, el Poder Ejecutivo, como fin, como fuente de distinción, de prestigio social, y como fuente de ganancias y de recursos.

Y ésta es la úlcera de la política y de los partidos políticos paraguayos, ésta es la mancha que le distingue de la política sana de otros países cultos.

En otras partes el poder político es un medio para satisfacer otros intereses, para realizar otros fines; en el Paraguay él es un fin en sí mismo, es el término de las ambiciones.

En esto consiste la perversión de la política paraguaya. Esta perversión política es el agente morboso que inficiona nuestra organización social. No hay función social a donde no llegue su aliento venenoso; es un cáustico que disuelve todo, la moralidad de las costumbres, la solidaridad, la disciplina social. La política así depravada ha absorbido todas las aspiraciones, todas las ambiciones individuales, ella es el principal estímulo de todos los esfuerzos políticos.

En Inglaterra, hasta mediados del siglo XIX la gran propiedad agraria confería las consideraciones sociales y políticas.

Los que desde la época de la reina Elizabeth, se habían enriquecido en el comercio, transformaban en propiedad inmueble sus riquezas. Con la propiedad inmueble adquirían el principal título del prestigio social.

El poder político, el poder legislativo, era entonces un medio para facilitar la adquisición de la propiedad agraria y para garantizar su conservación.

La oligarquía agraria empleaba el Parlamento para rodear sus propiedades inmuebles de las garantías legales de su conservación, para defenderlas contra los impuestos onerosos, y en ciertos casos para aumentar su productividad por medio de leyes protectoras contra la concurrencia extranjera y por medio de premios.

La primera preocupación de la clase rica, fue adquirir inmuebles, la característica y la fuerza de la raza inglesa, se ha dicho es “the earth hunger7, la preferencia de la propiedad inmueble. “English principles mean a primary regard to the interest of property”8, dijo Emerson.

En el Paraguay es costumbre conferir a ciertas propiedades inmuebles los nombres de sus dueños; se les denomina Villa Peña, Villa González. En Inglaterra los lores recibían los nombres de sus tierras, en vez de conferírselos.

De esta preferencia de la propiedad inmueble, y de la aplicación del poder del Estado a su adquisición y conservación, resultaron los latifundios gigantescos que caracterizan la distribución de la propiedad agraria en Inglaterra hasta hoy.

En 1786, todo el suelo inglés estaba apropiado por 250.000 corporaciones y propietarios personales; en 1822, por 32.000 según Emerson.

Desde mediados del siglo XIX, la clase industrial triunfó sobre la agraria, y el Parlamento fue aplicado a la protección de los intereses comerciales e industriales. El antiguo prejuicio agrario se debilitó; pero el poder político fue siempre considerado como medio, el más eficaz para satisfacer intereses económicos.

El poder político había conferido antes los grandes privilegios agrarios a los “Land-lords”9; y de estos privilegios económicos dependió después, el poder político. El poder político pues, no es considerado como fin en Inglaterra, por los partidos políticos, sino como medio para llevar a la práctica sus programas económicos, principalmente.

En los partidos socialistas, en el programa de Lasalle, en el colectivismo agrario, el poder del Estado, es considerado también como medio para realizar reformas económicas, no como fin de la actividad social.

En el Paraguay, el poder político, el Poder Ejecutivo, la administración, los puestos públicos y sus sueldos, son el fin predilecto de los partidos. Los partidos carecen de fines políticos, sociales o económicos ulteriores. Los principios e ideales enumerados en sus programas, son fórmulas teóricas, ensayos especulativos que no viven en ninguna propaganda activa, son decoraciones exóticas. 

La política se ha convertido en una profesión lucrativa y honrosa, en una industria, así como la medicina o el comercio o una fábrica de cañones en otras partes. Se ingresa en la política, en los partidos políticos, para adquirir puestos públicos, para distinguirse, divertirse y ganar plata.

Los puestos públicos se han convertido en instrumento de las figuraciones falsas precipitadas, en un aparato reflector de una falsa aureola, y la ambición de adquirirlos, y la vanidad de brillar sin aptitudes, en verdadera monomanía pública social.
A hombres cuerdos que han hecho su fortuna con larga y paciente labor, o con la usura, con tragar el alimento de mil familias inocentes, se les ha arruinado con alimentar en ellos la visión, el ensueño de que llegarán a ser ministros o presidentes. Un solo defecto a veces destruye todas las virtudes. “Il coute moins a certins hommes de s´enrichir de mille vertus que de se corregir d´un seul défaut”10.

El prejuicio político crea en todos un imperfecto, un falso ideal de vida, el de vivir en los puestos y delos puestos públicos. De él deriva el sentimiento de privaciones de los que no pueden adquirirlos, sentimiento que no existiría sin él. “Das Leiden geht nicht hervor aus dem Nicht-haben sondern aus dem Haben-wollen und doch nicht haben”11 (Shopenahuer). Muchos por obtener un puesto público, distinciones efímeras, se hacen ridículos y desgraciados vitalicios. Es un resorte caprichoso que tuerce el buen sentido, que mueve todo al revés. “L´interét particulier facine les yeux, retrécit l´esprit”12 (Voltaire). Este erróneo concepto de la vida ha prostituido nuestra política.

Los efectos de la relajación política son múltiples y complejos.

Por respeto al asunto en que me ocupo, voy a exponer algunos de los principales efectos económicos solamente.

Ese prejuicio atrae a los puestos de la administración pública a la mayoría de la población, a los que han adquirido alguna instrucción, y le aparta de las industrias, del comercio, de las ocupaciones económicas productivas. Los médicos se injertan en el Parlamento y los ministerios como si fueran hospitales clínicos, los pedagogos se hacen ministros o diputados, los agrónomos perceptores de impuestos. Para los Tribunales mismos no quedan más que residuos públicos, se empujan, se atropellan, se tumban unos a otros, en excitación enferma, en oleaje turbulento, nervioso, continuo; cada uno quiere ser el primero en llegar a las posiciones mejor rentadas. Se desdeña la actividad económica productiva y se devora improductivamente la exangüe producción nacional. De ahí el oneroso y estéril estatismo, el parasitismo peor que una plaga en el Paraguay. Primer zarpazo a la economía nacional.

Para fabricar salchichas se requieren aptitudes especiales; para ser legislador o ministro en el Paraguay el talento y los conocimientos son superfluos. La preparación, el carácter, la honestidad a veces estorban. Valen más ciertas contorsiones y genuflexiones del cuerpo que veinte años de estudios, que la decencia y la probidad.

Los que ocupan los puestos públicos creen saber todo, se creen aptos para todo; pierden la conciencia de la propia ineptitud. No saben que “the science of power is forced to remember the power of science”13 (Emerson). Los políticos paraguayos creen que basta patinar de un puesto a otro, de ministerio a ministerio y recoger las rentas que les son anexas para ser estadista. “Incapable d´etre commis d´un bureau et capable de gouverner L´Etat”14 (Voltaire).

En el Paraguay para brillar con reputaciones falsas basta ser diputado, senador o ministro. Luego, es lógico que la pasión dominante sea la de adquirir esos puestos y conservarlos y que para eso en vez de estudiar, de prepararse y dignificarse, se adule, se intrigue o se implore servilmente. Por esta razón la mayor parte de los que ejercen los elevados cargos políticos son los arribistas petulantes. Todas las magistraturas han sido profanadas por la inepcia más franca y por la nulidad más absoluta. Así se ha llenado el Parlamento y los ministerios de aprendices, que se instruyen en almanaques del año pasado y destrozan la actividad económica nacional con sus caóticos y torpes ensayos legislativos.

Todo se hace al azar, por tanteo, por instinto como en un acceso de sonambulismo; todo se reforma sin necesidad, y nada se reforma de lo que es preciso reformar.

En un mar flotante de pasiones y apetitos, sin principios directores, sin sistemas, sin conocimientos, sin brújula, la intervención del Estado en la esfera económica se ha convertido en un oportunismo de detalle, de expediente, al día, que libra la economía nacional al capricho de los intereses particulares pequeños del presente.

No hay sistema, ni plan, ni métodos, ni fines económicos en el gobierno. Cada revolución, cada nuevo ministro, las intrigas de los válidos rompen la continuidad, coherencia, el proceso regular de la política económica.

Cada partido es como un torbellino de pasiones, de concupiscencias, de ideales y esperanzas, que se eleva un momento, sube, gira sobre sí mismo, remueve y alza los desperdicios políticos del arroyo y se disipa. Ningún partido cae a medias. Cada cambio de partido en el gobierno, disloca todo lo hecho anteriormente. La tradición, la corriente de actos sucesivos, continuos, progresistas, son imposibles.

Un empirismo ignorante yerra del proteccionismo al libre cambio; hoy crea premios para fomentar una producción determinada, mañana se la decapita con impuestos prohibitivos. Una constante oscilación entre mil sistemas, principios e intereses contradictorios, una ligereza peor que la barbarie ha estorbado la evolución natural de la economía nacional, ha mantenido plegadas, presas, sus energías. “Es gibt kein härteres Menschen Unglück in allen Schicksale, als wenn die Mächtigen der Erde nicht auch die ersten Menschen sind. Da wird alles falsch, und schief und ungeheuer”15 (Nietzsche). Otro zarpazo a la economía nacional.

El fin político es ocupar un puesto en la administración pública y la única preocupación en el puesto, es conservarse en él, aumentar el sueldo y disminuir el trabajo. Todo se subordina al interés propio; el interés personal es el supremo criterio del bien y del mal; él simula la ciencia, el patriotismo, todo, a veces hasta el desinterés.

De aquí surge un egoísmo miope que ve rivales en todos los demás; un caos político en que todas las fuerzas se estorban, y una anarquía, que es la senda de los abismos. Todos desconfían unos de otros, se maldicen, se calumnian, traicionan y se espían; cada lengua es un puñal afilado, una lámina emponzoñada que ulcera los corazones e inyecta en ellos discordia.

Se odian como concurrentes, porque cada uno no busca más que mayores ventajas en la política; se consideran como obstáculos o instrumentos, no se soportan sino cuando el uno es instrumento del otro. Son enemigos o cómplices.

Son incapaces, de elevar la vista a las cumbres, de ver las grandes líneas, los horizontes lejanos del porvenir nacional. El único ideal son las ventajas externas, inmediatas, materiales.

A cada uno le parece que la más ligera fricción a su menor interés personal disloca todo el Paraguay. Las ventajas que aprovechan a otro, les parece que es la usurpación del bien propio. De ahí las locas disputas políticas, la embriaguez de las pasiones, la eterna recriminación mutua de los políticos, de los partidos políticos. 

La adhesión a los principios políticos, el compañerismo, la consecuencia política, el decoro personal, las obligaciones comunes, se desvanecen ante el exclusivo interés de adquirir y conservar el puesto.

La traición, la perfidia, el complot, la abyección, son medios lícitos según los sofismas del prejuicio imperante.
Ni la perversidad, ni la impudicia, ni la claudicación, ni el crimen, han sido obstáculos para hacer “carrera” política en el Paraguay. Para escapar al castigo ha bastado agravar la falta. El fin justifica los medios; el éxito legitima todo. De ahí la idolatría del éxito político.

No se respeta el mérito, no se desprecia el vicio, nadie se indigna sinceramente contra la injusticia, nadie es justo. Los culpables pierden la conciencia de sus faltas, los hombres virtuosos, el pudor, y los partidos su nobleza. Buenos y malos viven en cada partido en camaradería hipócrita, sin sinceridad, sin confianza recíproca, sin gratitud, sin generosidad. El interés los divide y  los une y reconcilia sucesivamente. Los enemigos de ayer conspiran juntos; los amigos de hoy, se venderán mañana. En vez de partidos se forman círculos esporádicos y convulsión de pequeños ambiciosos.

Ninguna sanción de las peores depravaciones, ningún estímulo de la decencia en la política. Nadie siente el remordimiento de haber traicionado un principio noble, una aspiración generosa.
Todos hacen sonar la gruesa cuerda del honor, del desinterés, del patriotismo, de la razón de Estado, de la patria; declaman con gesto altivo, arrogante las máximas de alto tono, en una jerga pedantesca.

Y en ese laboratorio de palabras sonoras no hay ni sinceridad, ni modestia.

Cuando se examina su significado se encuentra que ellas no son sino denominaciones decentes, del interés del partido, de los amigos, del interés propio o del cinismo.

Al patriotismo, al interés nacional, han sustituido la demagogia, la embriaguez, el libertinaje de los intereses de comités, la raposia, la materia, el politicismo.

Los partidos en vez de ser útiles a la patria, utilizan la patria; en vez de servir sanos intereses nacionales en el gobierno, hacen que el gobierno les sirva a ellos.

Dos o tres caudillos a la cabeza de sus partidos han luchado unos contra otros desde la Independencia como si en todo el Paraguay no existiera espacio suficiente para ellos. Cada uno busca su fortuna en la ruina del otro. Derrocan son derrocados, persiguen y son perseguidos, encarcelan y son encarcelados, destierran y son desterrados.

Y las conspiraciones, las amenazas, las represalias, las revoluciones, que fluyen del politicismo como excrecencia abominable, han difundido en nuestra población rural la marejada de la agitación, la incertidumbre, los rencores, y las disensiones, han canalizado la emigración y han amenazado convertir en una Galilea desierta nuestro riente suelo, nuestro hermoso país.  

Es esta otra de las funestas consecuencias económicas de la depravación política.

En vano se pretenderá abolir estos vicios, sin extirpar el prejuicio que los engendra.

No se saneará nuestra política ni con nuevos sistemas electorales, ni con el voto secreto, la representación proporcional o el feminismo, ni con la tolerancia, ni con el fanatismo, ni con la indulgencia, ni con las severas represiones. No se la corregirá con reformas legales, con aumentar el número de representantes, con rehacer la Constitución política. Ese prejuicio pervertirá, depravará las mejores instituciones, y sin él cualquier institución será buena y útil.

Hay que extirpar el prejuicio mismo de las almas, hay que crear nuevos ideales de vida, hay que reorientar, remodelar la psicología colectiva. Es mayor lo que es preciso destruir que lo que es preciso crear, reformar en el Paraguay. Antes de sembrar, hay que extirpar la maleza, para que la semilla arraigue.

Cuando se llegue al fin de sentir que se puede vivir mejor fuera de un puesto público, que el talento brilla más en el periodismo, en la cátedra, en la tribuna popular, que la ilustración y la probidad valen más que las estériles y volanteras celebridades oficiales, las “glorias viajeras”, entonces la política se regenerará por sí misma.

Todos los ensayos de reforma política se han frustrado porque se ha pretendido corregir los vicios con otros vicios, en vez de arrancar sus causas.

De todas las tentativas hechas para higienizar la política, la peor ha sido la llamada política de la “concordia”, de “tolerancia”.
Este recurso consiste en la práctica en dar buenos sueldos a los que con sus gritos y amenazas, sus injurias e invectivas molestan a los gobernantes.

Es un tráfico en que cada uno cree obtener ventajas.

Los gobernantes los compran, los “oposicionistas”  se venden. Así se cree asegurar la tranquilidad de todos; con prostituir todos los partidos.

Desde el momento que molestar a los gobernantes con anatemas e invectivas dan mejor derecho a elevados salarios que el trabajo, el talento, la probidad, la oposición se convierte en profesión de los menos aptos. De aquí la política a ladridos.

Todos los que no tienen medios de vivir, los vividores, los que no pueden caer porque ya están abajo, se hacen sediciosos, imperiosos, fastidiosos, para vivir de las rentas fiscales. Es natural que se prefiera el trayecto más corto y la dirección de la menor resistencia. “Celui qui réve la fortune la réve inmediate”16 (Juvenal).

Esta tolerancia suprime la distinción entre buenos y malos, establece una promiscuidad política inmoral, suprime las categorías sociales establecidas por el mérito, la autoridad y el respeto a la autoridad.

Los puestos son pasajeros, los favores se olvidan, las conciliaciones lucrativas son transitorias, todo pasa como una moda; el único resultado permanente es la degeneración política, la inmoralidad servil, la repugnante prostitución moral de nuestras instituciones.

La calma se establece algunos meses; pero el mismo sistema engendra nuevos descontentos. Claro está lo que envenena la moralidad pública, no puede servir para conservarla. La indulgencia respecto de un vicio, cultiva mil otros peores. Con premiar a los corrompidos no se reprime la corrupción.

La tolerancia es necesaria, es legítima, es justa; pero ella debe ser selectiva y no abolitiva de todo valor moral. “Una sociedad es tolerante cuando todas las creencias hablan y se las oye en calma; no cuando hay esta calma porque callan todas” (Leopoldo Alas).

Notas
  1. El todo es?.
  2. Somos un país de gobierno.
  3. La minoría tiene un solo derecho, de emplear todos los esfuerzos para convertirse en mayoría.
  4. Políticamente hablando comenzamos y terminamos con partido. Todos estamos luchando por colocarnos o colocar nuestros líderes en puestos o expulsar a otros de ellos.
  5. Sindicatos.
  6. Despreciaba las acciones políticas.
  7. Literalmente, hambre de tierra.
  8. Principios ingleses significan una atención primordial a los intereses de la propiedad.
  9. Señores feudales.
  10. Cuesta menos a ciertos hombres enriquecerse de mil virtudes, que corregir un sólo defecto.
  11. El sufrir no proviene del no tener, sino del querer tener y sin embargo no tener.
  12. El interés particular atrae a la vista, eleva el espíritu.
  13. La ciencia del poder es forzada a recordar el poder de la ciencia.
  14. Incapaz de ser empleado de oficina, pero capaz de gobernar.
  15. No hay desgracia mayor en todo destino humano, que cuando los poderosos de la tierra no son también los primeros hombres, entonces todo se vuelve falso, desviado y desmedido.
  16. El que sueña con la fortuna, la sueña inmediata.



   *Capítulo VIII, Migraciones Paraguayas, 1915, Eligio Ayala.