Examinemos primero las
consecuencias del irracionalismo. El irracionalista insiste en que son las
emociones y las pasiones más que la razón las fuentes inspiradoras de la acción
humana. A la respuesta racionalista de que, si bien puede ser así, nuestro
deber es hacer todo lo posible por remediarlo y para tratar de que la razón
desempeñe el papel más importante posible, el irracionalista replicaría (si
condescendiera a discutir) que esta actitud carece irremediablemente de
realismo, pues no tiene en cuenta la debilidad de la naturaleza humana, la
flaca dotación intelectual de la mayor parte de los hombres y su dependencia
obvia de las emociones y pasiones.
Es mi firme convicción que
esta insistencia irracional en la emoción y la pasión conduce, en última
instancia, a lo que sólo merece el nombre de crimen. Una de las razones de esta
afirmación reside en que dicha actitud, que es, en el mejor de los casos, de
resignación frente a la naturaleza irracional de los seres humanos y, en el
peor, de desprecio por la razón humana, debe conducir al empleo de la violencia
y la fuerza bruta como árbitro último en toda disputa. En efecto, si se plantea
un conflicto ello significa que las emociones y pasiones más constructivas que
podrían haber ayudado, en principio, a salvarlo, como el respeto, el amor, la
devoción por una causa común, etc., han resultado insuficientes para resolver
el problema. Pero siendo esto así, ¿qué le queda entonces al irracionalista
como no sea acudir a otras emociones y pasiones menos constructivas, a saber:
el miedo, el odio, la envidia, y, por último, la violencia? Esta tendencia se
ve considerablemente reforzada por otra actitud quizá más importante todavía,
inherente también, a mi juicio, al irracionalismo; me refiero, a la insistencia
en la desigualdad de los hombres.
No puede negarse, por
supuesto, que los individuos humanos son, como todos los demás seres humanos,
sumamente desiguales por muchos conceptos. Tampoco puede dudarse que esta desigualdad
es de gran importancia y, en cierto sentido, aun altamente deseable. (Una de
las pesadillas precisamente de nuestros tiempos, es el temor de que el
desarrollo de la producción en masa y la colectivización obren sobre los
hombres destruyendo la peculiaridad individual de cada uno). Pero todo esto,
simplemente, no guarda relación alguna con la cuestión de si debemos decidir o
no tratar a los hombres, especialmente en el terreno político, como si fueran
iguales, entendiendo por igualdad no una igualdad absoluta sino la que da la
medida de lo posible, es decir, la igualdad de derechos, de tratamiento y de
aspiraciones; ni guarda tampoco ninguna relación con el
problema de si debemos o no construir las instituciones políticas en consecuencia. "La igualdad ante la ley" no es un hecho sino una exigencia política basada en
una decisión moral. Y es totalmente independiente de la teoría –probablemente
falsa- de que todos los hombres nacen iguales. Pues bien; no es mi propósito
afirmar que la adopción de esta actitud humanitaria de imparcialidad sea
consecuencia directa de una decisión en favor del racionalismo, pero sí que la
tendencia hacia la imparcialidad se halla íntimamente relacionada con el
racionalismo y difícilmente pueda separarse del mismo. Tampoco me propongo
decir que un irracionalista no pueda adoptar consecuentemente, por serlo, una
actitud igualitaria o imparcial; y aun cuando no lograra hacerlo
consecuentemente, no estaría obligado a ello. Pero sí quiero insistir en el
hecho de no es fácil para la actitud irracionalista evitar entremezclarse con
la actitud opuesta al igualitarismo. Este hecho se relaciona con la importancia
asignada a las emociones y pasiones, puesto que no podemos experimentar los
mismos sentimientos hacia distintas personas. Emocionalmente, todos nosotros
dividimos a los hombres entre aquellos que están cerca nuestro y lo que están
lejos. La división de la humanidad en amigos y enemigos es un distingo
emocional elemental, tanto, que ha sido reconocida incluso en el mandamiento
cristiano: “Ama a tus enemigos!” Hasta los mejores cristianos que ajustan
realmente su vida a este mandamiento (no hay muchos, como lo demuestra la
actitud del buen cristiano medio para con los “materialista” y “ateos”), aun
ellos, no pueden experimentar un amor igual hacia todos los hombres. En
realidad, no podemos amar “en abstracto”; sólo podemos amar a aquellos que
conocemos. De este modo, aun la apelación a nuestros mejores sentimientos, el
amor y la compasión, sólo puede tender a dividir la humanidad en diferentes
categorías. Y tanto más cierto será si la apelación se dirige hacia
sentimientos y pasiones más bajos. Nuestra reacción natural es la dividir a la
humanidad en amigos y enemigos; entre los que pertenecen a nuestra tribu o a
nuestra colectividad emocional y los que permanecen fuera de éstas; entre los
creyentes y los descreídos; entre los compatriotas y los extranjeros; entre los
camaradas de clase y los enemigos de clase, entre conductores y conducidos.
Dijimos antes que la teoría de
que nuestros pensamientos y opiniones dependen de nuestra situación de clase o
de nuestros intereses nacionales, debe conducir al irracionalismo. Quisiera
destacar ahora el hecho de que la reciproca también es cierta. El abandono de
la actitud racionalista; la pérdida del respeto a la razón, al argumento y al
punto de vista de los demás; la insistencia en la capas “más profundas” de la
naturaleza humana; todo esto debe conducir a la idea de que el pensamiento es
tan sólo una manifestación algo superficial de lo que yace dentro de estas
profundidades irracionales. Debe llevar casi siempre –creo yo- a considerar más
a la persona pensante que a su pensamiento; debe llevar a la creencia de que “pensamos
con nuestra sangre”, con “nuestro patrimonio nacional” o con “nuestra clase”.
Esta concepción puede presentarse bajo una forma materialista o altamente
espiritual; la idea de que “pensamos con nuestra raza” puede ser remplazada,
quizá, por la idea de espíritus selectos o inspirados que “piensan por la gracia
de Dios”. Me resisto por razones morales a admitir estas diferencias, pues la
similitud decisiva entre todas estas concepciones intelectualmente inmodestas
reside en que no juzgan los pensamientos por sus propios méritos. Al abandonar
así la razón, fraccionan a la humanidad en amigos y enemigos; en la minoría
privilegiada que comparte la razón con los dioses, y la mayoría que carece de
ella (como dice Platón); en el grupo reducido que nos rodea y el más extenso
que permanece a remota distancia; en los que hablan la lengua intraducible de
nuestros propios sentimientos y pasiones y los que hablan una jerga extraña. Y
sobre estas premisas, el igualitarismo político se torna prácticamente
imposible.
Pues bien; la adopción de una
actitud antiigualitaria en al vida política, es decir, en el campo de los
problemas concernientes al poder del hombre, no es ni más ni menos que un acto
criminal. En efecto, se justifica con ella la teoría de que las diferentes
categorías de personas tienen diferentes derechos, de que el amo tiene derecho
a encadenar al esclavo, de que algunos hombres tienen derecho a valerse de
otros como de herramientas, y puede utilizarse, por último –como el caso de
Platón- para justificar el asesinato.
No se me escapa el hecho de
que existen también irracionalistas que aman a la humanidad y de que no todas
las formas de irracionalismo engendran el crimen. Pero insisto nuevamente en
que quienes enseñan que no debe gobernar la razón sino el amor, abren las
puestas a aquellos que sólo quieren y pueden gobernar por el odio. (A mi
parecer, Sócrates entrevió algo de esto cuando sugirió que la desconfianza o el
odio hacia el razonamiento se halla relacionado con el odio a los hombres).
Quienes no vean de inmediato esta relación, quienes crean en el gobierno
directo del amor desprovisto de toda racionalidad, deben tener en cuenta que el
amor, como tal, no fomenta ciertamente la imparcialidad. Y que tampoco es capaz
de subsanar por sí mismo conflicto alguno, como lo demuestra este inofensivo
caso de prueba que puede dar la pauta, sin embargo, de la posibilidad de otros
mucho más graves: A Juan le gusta el teatro y a María el ballet. Juan,
cariñosamente insiste en ir a ver danzar en tanto que María quiere, para bien
de Juan, ir al teatro.
Evidentemente, el amor no
puede resolver este conflicto; al contrario, cuanto mayor sea el amor, mayor
será el conflicto. Sólo hay dos soluciones posibles: una, el uso de los
sentimientos y, en última instancia, de la violencia; y la otra, el de la
razón, de la imparcialidad, de la transacción razonable. Claro está que no es
mi intención, al decir todo esto, subestimar la diferencia entre el amor y el
odio, o bien dar a entender que la vida no pierde nada sin el amor. (Y estoy
perfectamente dispuesto a admitir que la idea cristiana del amor no responde a
un sentido puramente emocional). Pero insisto en que ningún sentimiento, ni
siquiera el amor, puede remplazar el gobierno de las instituciones controladas
por la razón.
Este no es, por supuesto, el
único argumento contra la idea del gobierno al amor. Amar a una persona
significa querer hacerla feliz. (Tal es, dicho sea de paso, la definición del
amor, de Santo Tomás de Aquino). Pero de todos los ideales políticos quizás el más
peligroso sea el de querer hacer felices a nuestros pueblos. En efecto, lleva
invariablemente a la tentativa de imponer nuestra escala de valores
“superiores” a los demás, para hacerles comprender lo que a nosotros nos parece
que es de la mayor importancia para su felicidad; por así decirlo, para salvar
sus almas. Y lleva al utopismo y al romanticismo. Todos tenemos la plena
seguridad de que nadie sería desgraciado en al comunidad hermosa y perfecta de
nuestros sueños; y tampoco cabe ninguna duda de que no sería difícil traer el
cielo a la tierra si nos amásemos unos a otros. Pero la tentativa de llevar el
cielo a la tierra produce como resultado invariable el infierno. Ella engendra
la intolerancia, las guerras religiosas y la salvación de las almas mediante la
Inquisición. Se basa además –a mi entender- en una interpretación completamente
errónea de nuestros deberes morales. Nuestra obligación es ayudar a aquellos
que necesitan nuestra ayuda, pero no la de hacer felices a los demás, puesto
que esto no depende de nosotros y más de una vez sólo significaría una intrusión
indeseable en la vida privada de aquellos hacia quienes nos impulsan nuestras
buenas intenciones. La exigencia política de métodos de tipo gradual (a
diferencia de los utópicos) corresponde a la decisión de que la lucha contra el
sufrimiento se convierta en un deber, en tanto que el derecho a preocuparse por
la felicidad de los demás sea un privilegio circunscrito al estrecho círculo de
los amigos. En ese caso, quizá tengamos cierto derecho a tratar de imponer
nuestra escala de valores, por ejemplo, nuestra preferencia con respecto a la
música. (Y quizá lleguemos a sentirnos obligados a abrirles ese mundo de
valores que, según confiamos, habrá de contribuir tanto a su felicidad). Pero
tenemos ese derecho gracias y debido a que pueden librarse de nosotros en
cualquier momento, porque pueden poner fin a su amistad cuando lo deseen. Pero
el empleo de medios políticos para imponer nuestra escala de valores sobre los
demás es una cuestión muy diferente. El dolor, el sufrimiento, la injusticia y
su prevención: he ahí los problemas eternos de la moral pública, el eterno
“programa” de la política pública (como hubiera dicho Bentham). Los valores
“superiores” deben ser excluidos, en gran medida, del programa y librados al
imperio del laissez faire. De este modo, cabría decir: ayudad a vuestros
enemigos, asistid a aquellos que sufren, aun cuando los odiéis; pero amad tan
sólo a vuestros amigos.
Esta es sólo una parte de la
causa contra el irracionalismo y de las consecuencias que me inducen a adoptar
la actitud contraria, es decir, la del racionalismo crítico. Esta última, con
sus insistencia en el razonamiento y la experiencia, con su lema “yo puedo
estar equivocado y tú puedes tener la razón y, con un esfuerzo, podemos
aproximarnos más a la verdad”, está, como dijimos antes, estrechamente
emparentada con la actitud científica, e imbuida de la idea de que todos
podemos cometer errores, errores que podemos encontrar nosotros solos, que
pueden señalarnos los demás o que podemos llegar a descubrir con la ayuda de la
crítica de los demás. Supone, por consiguiente, la idea de que nadie debe ser
su propio juez, y también la idea de imparcialidad. (Esto se halla íntimamente
relacionado con la idea de la “objetividad científica”). Su fe en la razón es
no solamente una fe en nuestra propia razón, sino también –y más aún- en la de
los demás. De este modo un racionalista, aun cuando se crea intelectualmente
superior a otros, habrá de rechazar toda pretensión de autoridad, puesto que
tienen conciencia de que, si bien su inteligencia es superior a la de otros (lo
cual, sin embargo, no le resulta fácil juzgar), ello se cumple sólo en la
medida en que es capaz de aprender de la crítica de los demás, de sus propios
errores y de los ajenos, y de prestar atención a las razones de los demás.
Priva, pues, en el racionalismo, la idea de que el adversario tiene derecho a
hacerse oír y a defender sus argumentos. Esto supone el reconocimiento de la
tolerancia, por lo menos de todos aquellos que no son, en sí mismos,
intolerantes. No se mata a un hombre cuando se adopta la actitud de escuchar
primero sus argumentos. (Kant tenía razón al basar la “Regla de oro” en la idea
de la razón. Es imposible, a no dudarlo, demostrar la corrección de determinado
principio ético, o incluso argüir en su favor exactamente de la misma forma en
que puede razonarse en favor de un enunciado científico. La ética no es una
ciencia. Pero aunque no existe ninguna “base científica racional” de la ética,
existe en cambio una base ética de la ciencia y del racionalismo). La idea de
imparcialidad también conduce a la de responsabilidad; no sólo tenemos que
escuchar los argumentos, sino que tenemos la obligación de responder allí donde
nuestras acciones afecten a otros. De este modo, en última instancia, el
racionalismo se halla vinculado con el reconocimiento de la necesidad de instituciones sociales
destinadas a proteger la libertad de la crítica, la libertad de pensamiento y,
de esta manera, la libertad de los hombres. Y establece una especie de
obligación moral para el sostén de estas instituciones. He ahí, pues, por qué
el racionalismo está tan estrechamente vinculado con la exigencia política de
una ingeniería social (gradual por supuesto) en el sentido humanitario, con la
exigencia de la racionalización de la sociedad, de la planificación con miras a la libertad y al control mediante la razón; no mediante la “ciencia”, mediante una
autoridad platónica, seudorracional, sino mediante la razón socrática
consciente de sus limitaciones y respetuosa, por lo tanto, de los demás hombres
a quienes no aspira a coaccionar, ni aun para procurarles su felicidad. La
adopción del racionalismo significa, además, que existe un medio común de
comunicación, un lenguaje común de la razón; ella establece algo así como una
obligación moral para con ese lenguaje, la obligación de conservar los patrones de claridad y de usarlos en forma tal que aquél retenga en todo su vigor
su función de vehículo del razonamiento. Y esto no equivale sino a usarlo
llanamente como instrumento de la comunicación racional, de la información
significativa, y no como medio de “autoexpresión”, como quiere la viciosa jerga
romántica de la mayor parte de nuestros educadores. (Es característico de la
moderna historia romántica el combinar un colectivismo hegeliano en lo relativo
a la “razón”, con un individualismo excesivo en lo referente a los
“sentimientos”; de este modo, se hace hincapié en el idioma como medio de
autoexpresión y no de comunicación. Claro está que ambas actitudes son parte de
la rebelión contra la razón). Y entraña el reconocimiento de que la humanidad
se halla unida por el hecho de que nuestras diferentes lenguas maternas pueden,
en la medida en que son racionales, ser traducida de una a otra. Queda sentada
pues, la unidad de la razón humana.
Cabría agregar algunas
observaciones con respecto a la relación de la actitud racionalista, con
aquella en que priva la tendencia a utilizar lo que suele denominarse
“imaginación”. Se supone frecuentemente que la imaginación guarda una estrecha
afinidad con los sentimientos y, por lo tanto, con el irracionalismo, y que el
racionalismo tiende, en cambio, hacia un seco escolasticismo carente de
imaginación. Ignoro si esta opinión tiene alguna base psicológica; en todo
caso, lo pongo en duda. Pero lo que a nosotros nos interesa es el plano
institucional más que el psicológico y desde nuestro punto de vista (como así
también desde el punto de vista metodológico) parece ser que el racionalismo
debe estimular el uso de la imaginación por que la necesita, en tanto que
irracionalismo hace todo lo contrario. El hecho mismo de que el racionalismo
sea crítico, en tanto que el irracionalismo tiende hacia el dogmatismo (donde
no hay razonamiento posible, donde nada resta fuera de la completa aceptación o
negación), lo orienta en esta dirección. La crítica siempre exige cierto grado
de imaginación, en tanto que el dogmatismo la elimina. En forma similar, la investigación
científica y la construcción e invención de técnicas no son concebibles en
estos campos (a diferencia del de filosofía oracular, donde la interminable
repetición de palabras imponentes parece soslayar la necesidad de presentar
cosas nuevas), sin un uso considerable de la imaginación. Y por lo menos de
igual importancia es el papel desempeñado por la imaginación en la aplicación
práctica del igualitarismo y la imparcialidad. La actitud básica del
racionalista: “yo puedo estar equivocado y tú puedes tener razón”, exige,
cuando se la lleva a la práctica y, especialmente, cuando se plantean conflictos
humanos, un verdadero esfuerzo de nuestra imaginación. Reconozco, sí, que los sentimientos
del amor y la compasión pueden conducir, a veces, a esfuerzos similares; pero
sostengo que nos es humanamente imposible amar a un gran número de individuos o
sufrir con ellos y, además, que ello ni siquiera parece deseable puesto que
terminaría por destruir o bien nuestra capacidad de ayuda, o bien la intensidad
de estos mismos sentimientos. Pero la razón, sostenida por la imaginación, nos
permite comprender que los hombres situados a remotas distancias de nosotros, y
a quienes nunca veremos, se nos parecen y que sus relaciones mutuas son como
las que no unen con nuestros allegados. No creo que sea posible una actitud
emocional directa hacia la totalidad abstracta de la humanidad. Podemos amar a
la humanidad sólo en ciertos individuos concretos. Pero mediante el uso del
pensamiento y la imaginación podemos llegar a desear procurar nuestra ayuda a
todos aquellos que necesitan.
Todas estas consideraciones
demuestran, según creo, que el vínculo que une el racionalismo con el
humanitarismo es sumamente estrecho, mucho más por cierto que el
correspondiente eslabón entre el irracionalismo y la actitud antihumanitaria y
antiigualitaria. A mi entender, la experiencia corrobora este resultado en la
medida de lo posible. La actitud racionalista parece hallarse generalmente
combinada con un concepto básicamente igualitario y humanitario; el
irracionalismo, por el contrario, exhibe en la mayoría de los casos por lo
menos algunas de las tendencias antiigualitarias descritas, aun cuando también
pueda ir asociado frecuentemente al humanitarismo. Lo que nosotros afirmamos es
que esta última relación, si bien puede darse en la práctica, carece de
fundamento.
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