Históricamente, es muy probable
que el nacimiento de la ciudad-estado y la esfera pública ocurriera a expensas
de la esfera privada familiar. Sin embargo, la antigua santidad del hogar,
aunque mucho menos pronunciada en la Grecia clásica que en la vieja Roma, nunca
llegó a perderse por completo. Lo que impedía a la polis violar las vidas
privadas de sus ciudadanos y mantener como sagrados los límites que rodeaban
cada propiedad, no era el respeto hacia dicha propiedad tal como lo entendemos
nosotros, sino el hecho de que sin poseer una casa el hombre no podía
participar en los asuntos del mundo, debido a que carecía de un sitio que
propiamente le perteneciera. Incluso Platón, cuyos esquemas políticos preveían
la abolición de la propiedad privada y una extensión de la esfera pública hasta
el punto de aniquilar por completo a la primera, todavía habla con gran respeto
de Zeus Herkeios, protector de las líneas fronterizas, y califica de horoi,
divinas, a las fronteras entre estados, sin ver contradicción alguna.
El rasgo distintivo de la esfera
doméstica era que en dicha esfera los hombres vivían juntos llevados por sus
necesidades y exigencias. Esa fuerza que los unía era la propia vida –los
penates, dioses domésticos, eran, según Plutarco, “los dioses que nos hacen
vivir y alimentan nuestro cuerpo”- , que, para su mantenimiento individual y
supervivencia de la especie, necesita la compañía de los demás. Resultaba evidente
que el mantenimiento individual fuera tarea del hombre, así como propia de la
mujer la supervivencia de la especie, y ambas funciones naturales, la labor del
varón en proporcionar alimentación y la de la hembra en dar a luz, estaban
sometidas al mismo apremio de la vida. Así, pues, la comunidad natural de la
familia nació de la necesidad, y ésta rigió todas las actividades desempeñadas
en su seno.
La esfera de la polis, por el
contrario, era la de la libertad, y existía una relación entre estas dos
esferas, ya que resultaba lógico que el dominio de las necesidades vitales en
la familia fuera la condición para la libertad de la polis. Bajo ninguna
circunstancia podía ser la política sólo un medio destinado a proteger a la
sociedad, se tratara de la del fiel, como en la Edad Media, o la de los
propietarios, como en Locke, o de una sociedad inexorablemente comprometida en
un proceso adquisitivo, como en Hobbes, o de una de productores, como en Marx,
o de empleados, como en la nuestra, o de trabajadores, como en los países
socialistas y comunistas. En todos estos casos, la libertad (en ciertos casos la
llamada libertad) de la sociedad es lo que exige y justifica la restricción de
la autoridad política. La libertad está localizada en la esfera de lo social, y
la fuerza o violencia pasa a ser monopolio del gobierno.
Lo que dieron por sentado todos
los filósofos griegos, fuera cual fuera su oposición a la vida de la polis, es
que la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, que la
necesidad es de manera fundamental un fenómeno pre político, característico de
la organización doméstica privada, y que la fuerza y la violencia se justifican
en esta esfera porque son los únicos medios para dominar la necesidad –por
ejemplo, gobernando a los esclavos- y llegar a ser libre. Debido a que todos
los seres humanos están sujetos a la necesidad, tienen derecho a ejercer la
violencia sobre otros; la violencia es el acto pre político de liberarse de la
necesidad para la libertad del mundo. Dicha libertad es la condición esencial
de lo que los griegos llamaban felicidad, eudaimonia, que era un estado objetivo
que dependía sobre todo de la riqueza y de la salud. Ser pobre o estar enfermo
significaba verse sometido a la necesidad física, y ser esclavo llevaba consigo
además el sometimiento a la violencia del hombre. Este doble “infortunio” de la
esclavitud es por completo independiente del subjetivo bienestar del esclavo.
Por lo tanto, un hombre libre y pobre prefería la inseguridad del cambiante
mercado de trabajo a una tarea asegurada con regularidad, ya que ésta
restringía su libertad para hacer lo que quisiera a diario, se consideraba ya
servidumbre (douleia), incluso la labor dura y penosa era preferible a la vida
fácil de muchos esclavos domésticos.
No obstante, la fuerza pre
política con la que el cabeza de familia regía a parientes y esclavos,
considerada necesaria por que el hombre es un “animal social” antes que “animal
político”, nada tiene que ver con el caótico “estado de naturaleza” de cuya
violencia, según el pensamiento político del siglo XVII, sólo podía escapar el
hombre mediante el establecimiento de un gobierno que, con el monopolio del
poder y de la violencia, aboliera la “guerra de todos contra todos”, “manteniéndolos
horrorizados”. Por el contrario, el concepto de gobernar y ser gobernado, de
gobierno y poder en el sentido en que lo entendemos, así como el regulado orden
que lo acompaña, se tenía por pre político y propio de la esfera privada más
que de la pública.
La polis se diferenciaba de la
familia en que aquélla sólo conocía “iguales”, mientras que la segunda era el
centro de la más estricta desigualdad. Ser libre significaba no estar sometido
a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie,
es decir, ni gobernar ni ser gobernado. Así, pues, dentro de la esfera
doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le
consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y
entrar en la esfera política, donde todos eran iguales. Ni que decir tiene que
esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad:
significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de
“desiguales” que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población
de una ciudad-estado. Por lo tanto, la igualdad, lejos de estar relacionada con
la justicia, como en los tiempos modernos, era la propia esencia de la
libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y
moverse en una esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados.
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